Estuve el pasado fin de semana en Bogotá por cuestiones de trabajo. Fue un corto pero sustancioso viaje. Pese a ello siempre es una tortura mi paso por las salas de embarque. Inevitablemente termino entrando a una librería. Para quienes no me conocen, la librería produce en mí un efecto de excitación y salivación similar al del adicto cuando tiene enfrente una droga. Es inevitable entrar mientras luchó contra el síndrome de abstinencia de compra literaria. El olor a libro me remonta a mis días de infancia, cuando mi madre nos paseaba por el centro y terminábamos en la Librería Nacional con un montón de libros y una malteada como postre del día.
Mientras fantaseaba con los libros que podría comprar si terminara todo lo que aún me falta por leer en casa, encontré dos ejemplares en la sección de los mas vendidos: "Mi lucha" de Adolf Hitler, escrito por él mismo y donde recopila su pensamiento. Ese libro estuvo prohibido muchas décadas hasta que finalmente vio la luz tanto en Alemania como en el resto del mundo. El otro libro, era de Popeye, "Sobreviviendo a Escobar", que además exhibe un sticker informando la quinta reimpresión del mismo. Me invadieron el asco y el repudio. El vendedor me dijo que la gente lo ha comprado mucho. Le espeté un seco "hay libros que no deberían venderse en una librería". Y luego, segundos después, rectifiqué mis palabras "Hay libros que, así se exhiban, no deberían comprarse". El señor asintió en silencio.
Recordé cuando trabajaba en la librería y me topé con un libro negro como la noche. Un libro cuya portada aún recuerdo con miedo. Se llamaba "La biblia del diablo". Su portada le hacía justicia al título. Endiabladamente escabrosa y tenebrosa, ni siquiera lo abrí. Le pregunté al librero de donde había salido semejante esperpento y le ordené regresarlo al día siguiente al proveedor. Me justifiqué diciéndoles que una librería como la nuestra no debía vender semejante ejemplar. Confieso que me dio miedo. Sentí temor que alguien lo leyera.
El que compra para un negocio, tiene la libertad de seleccionar el tipo de mercancía que le vende a sus clientes. Puede decidir qué tener y que no, de acuerdo con el perfil de su público. No pasa igual con los libreros. Sus librerías son centros de acopio de información, de versiones, de historias que gustan y de otras que asustan.Tienen el poder de sesgar su portafolio según el tipo de cliente que tienen, tienen también el deber moral e implícito de exhibir conocimiento. Aunque al hacerlo se convierta en un peligro potencial para el lector. Con sólo de recordar el desenlace del guardián de la Biblioteca en el libro de Eco "El Nombre de la Rosa",tengo una idea de lo que para uno podría llegar a ser demoníaco. La sola posibilidad de divulgar los pensamientos de un filósofo fue suficiente justificación para el monje que mató, para guardar el secreto.
Jamás leería un libro que me recuerde o reivindique a los monstruos que amargaron mi adolescencia en los 80's. Jamás leería un libro donde Hitler prácticamente justifica las atrocidades cometidas en los 40's. Jamás podría siquiera tener en mis manos un libro del demonio. Mi cuerpo sería incapaz de sostenerlos. Sin embargo, estoy convencida que a cada individuo le asiste el libre albedrío de leer lo que su cuerpo y su mente aguanten y que la censura a los contenidos provenga del interior de cada uno. De la batalla interna que sostengan, la mente, el espíritu y su individual sistema de valores.
Soy Pamela Cruz escribiendo hoy 28 de agosto sobre un tema un poco extraño para las noticias de estos días: La censura. Esa que puede llegar a estar en los sitios mas insospechados, como la Internet, las bibliotecas, los noticieros, los magazines o inclusive en sitios más humildes como en una librería.